lunes, 30 de noviembre de 2015

Maldita la hora, compadre.


Ese día gris el camaleón decidió encaminarse al bar más cercano. La cantina de toda la vida. Como las que aparecen en las pelis de indios y vaqueros. Ni siquiera faltaba la puerta giratoria. Tan poco fiable. Tan pronto te da la bienvenida como te pega un azote en el culo si te quedas demasiado tiempo en su circunscripción. La que marca el eje de sus bisagras que casualmente tienen forma de bragueta.

Allí entró cabizbajo nuestro amigo, mustio dirían algunos, embajonao otros. Según pedía, más con signos que de viva voz, una copa doble como requería más bien exigía la ocasión, lanzó un suspiro cuyo objetivo no era si no la nada donde se perdió su mirada. Algunos se atrevieron a intuir que eran lanzados (tanto el suspiro como la mirada) hacia un ente que se escondía tras las vigas del techo. La famosa musa del bar a la que todos dedicaban coplas etílicas. Otros juraban que lanzaba sus juramentos a la gotera que furtivamente se hacía hueco entre las maderas. Qué mal está el presupuesto de la cantina, conjeturaron que pensaría.

Pero nada más alejado de las sospechas de los allí presentes. Su suspiro encerraba una reflexión más trascendental. Demasiado alejada de lo baladí. Más profunda que el pozo de su misterio.

Su pesimismo fue poco a poco calando en los pobres que ese día habían elegido ese lugar y ese momento. Maldita la hora, compadre. Los que habían apurado sus copas antes de su llegada requerían la segunda (para algún osado ya era la quinta). Y en procesión regresaban a sus localizaciones como comandados por un concienzudo director de escena.

Una vez que todos se abrazaron a su bebida espiritosa fueron girando lentamente sus cabezas hacia nuestro protagonista. Como animándole tácitamente a compartir su pesar. Infundiéndole el valor que aún no entraba por la puerta. Invitándole a entrar. Al final entró y tomó vida en el gaznate del camaleón. Éste le dio la bienvenida con un trago de ese whisky doble que había pedido.


Finalmente, tras una pausa en la que la luz se atenuó, las respiraciones se cortaron y el grillo calló, con la voz más honda que jamás le hubieran escuchado antes al camaleón, éste confesó: 
"Compadres, hoy he dejado de creer en la magia". 
Doce había allí reunidos, trece si contamos al más desdichado de todos. Y doce voces se unieron al unísono para dedicarle un sentido "Salud, compadre" al treceavo. El más desgraciado de todos. Maldita la hora, compadre. 

viernes, 16 de octubre de 2015

De carabelas, vals y estrellas fugaces...

«Ese día entendió que ganaba más por lo que no le decía que por lo que le confesaba. Que eran más importantes los silencios en los que los desconocidos se sentían incómodos que la verborrea acelerada y poco locuaz de los extraños amigos. Comprendió el significado de un roce descuidadamente sincero y se le olvidó lo que era una caricia amañada. Percibió suavemente el olor embriagante que desprendía la serenidad a su lado. Adivina lo que pienso si me miras. Porque no había más intención que la de compartir el ahora. Lo que somos en este fugaz instante, tan efímero que a algunos se les escapa en una lluvia de estrellas. Porque las explicaciones están hechas para los libros de Ciencia y para los amantes no espontáneos y forzados de la Historia. Aquellos que habían aprobado con sobresaliente el protocolo químico del esmerado esfuerzo pero poco dados al arte de improvisar y jugar a ser libres, simplemente por el placer de probar y "¿a ver qué pasa si sigo el camino amarillo?". Pintar con los dedos de las manos una paleta infinita de colores. Y... ¿si de repente la vida pasa y esto sigue creciendo a borbotones cual el éxtasis orgásmico de una palomitera?.  Caliente, chispeante, aceitoso y fresco. Delicioso. Aún así ciertos temores le asaltaban sin querer invitarlos, como colados en fiestas que se celebraban para dos. Porque no hay peor vals que el que se baila entre más de "tú y yo". Y aún así pensar que el mundo está poblado de Américas que descubrir. Tantas carabelas que acondicionar para zarpar. Y saber que a pesar de la aventura inminente, de la expectativa de infinitos periplos había descubierto una isla en la que atracar. Lanzar el ancla y descansar. Por ello, y simplemente por eso era feliz más que nadie en el océano entero.»

lunes, 22 de junio de 2015

Cajón de Decisiones Postergadas


El camaleón tenía un cajón con una etiqueta "Cajón de Decisiones Postergadas". 

Esa etiqueta no estaba puesta al azar, señores. Ahí se iban acumulando todos los objetos que no utilizaba a menudo pero de los que no quería deshacerse, los volvía a guardar con un "hoy no los tiraré, quizás mañana". Llamémosle  nostalgia. Llamémosle desidia. 

Aquella bola de plástico con la que se divertía de pequeño. El vestido de gala de graduación. El primer disco que compró con su primera paga. Tantas fotos, tantos recuerdos acumulados. Pero sacados de contexto. Sin un fin específico. Había pasado su momento. Su fin era sólo acumularse en aquel cajón. 

De la misma manera, cuando lo abría a veces se topaba de bruces con algunas preguntas cuyas respuestas iba postergando. Quizás era por falta de interés y relevancia en el momento en que surgían. 

Eso pensaba el camaleón. Pero yo como narrador omnisciente, todo lo sé y todo lo veo, os puedo decir (ahora que no nos oye) que eran las preguntas más importantes de cuyas respuestas dependía el trazo de su camino por este mundo salvaje. 

De repente un "¿por qué los detalles que hacen que nos enamoremos de una persona son los que acaban aburriéndonos, y en última instancia separándonos?", "¿por qué pasamos tan poco tiempo con la gente que realmente nos valora y tanto con quien ni fú ni fá?", "¿A dónde van a parar todas las palabras que por miedo no decimos?", "Y, ¿a dónde va parar todo el amor que sentimos por alguien cuando se esfuma?", "¿por qué decimos que sí cuando queremos decir que no?" "O decimos estoy bien cuando queremos decir estoy mal, abrázame" , "Por qué nos enseñan a sumar, restar, multiplicar y dividir y no a sentir, asumir pérdidas, valorar nuestros afectos y compartirlos con el resto. Por qué nos enseñan a analizar sintácticamente frases y no a saber comunicar lo que sentimos". "¿Por qué buscamos excusas cuando hay que cambiar actitudes?, "Y si tomamos precauciones en el sexo, ¿por qué no en el amor?"


Mil preguntas se acumulaban en ese cajón. Pero hoy no tienen respuesta, quizás mañana... 
"...y mientras el tiempo pasa y la inocencia con él... o montas en el tren o te quedas en el andén..."

martes, 17 de marzo de 2015

Espejos.

Necesitaba hacer ese viaje. El más duro de todos. 
Había estado demasiado tiempo anclada en "La Casa de los Espejos". Pero en esta casa embrujada no había espejos cualquiera. Si no miles de rostros, miradas escudriñadoras, ojos avizores, ojeadas rápidas pero agudas. En todos ellos se veía reflejada. Rastreaban los movimientos estuviera donde estuviera. Acá, allá, acullá... 
Ella les devolvía la mirada pero en seguida la dirigía al suelo. Perdía el duelo. Bang Bang. Derrotada. Se desvanecía la poca fuerza que le quedaba.

En esa casa aquellos rostros-espejos le devolvían siempre una imagen distorsionada.
Nunca era la misma. Si andaba hacia allí y se cruzaba con ese rostro avejentado de mirada grisácea era más alargada, si se enfrentaba al rostro juvenil pecoso se veía lejana, si se veía ante la mirada atenta de ese caballero de repente tenía las piernas más largas y ancladas firmemente a la tierra, si se enfrentaba al espejo de semblante serio femenino, su cabeza superaba las proporciones de su cuerpo...
Nunca le devolvían el reflejo que coincidía con su propia imagen.

Era el momento de romper todos los espejos. Dejar de verse distorsionadamente reflejada. Era el momento de mirar hacia el interior. Buscarse. Y ¿encontrarse? Cuál es la verdadera imagen...


Pero hacerlo ¿qué suponía?... ¿un viaje solitario? O ¿debería encontrarse en ese reflejo que le devolvían los espejos?

¿Cómo acertar en La Casa de los Espejos?


Variações pindéricas sobre a insensatez by Joana Sá - Music for film "Tabu" by Miguel Gomes

lunes, 26 de enero de 2015

El baile de las máscaras

Llegó el fatídico día. Tras una larga representación llegó sin avisar. El momento en que cayó el telón. Todas las logradas máscaras que durante milenios fue construyendo con esmero y luciendo perfectamente cayeron con él. 

Permaneció inmóvil. En estado de shock. Miedo escénico. No había apuntador que dirigiera su discurso. Ya no había más. Ella y todas las miradas.

Desnuda ante un público boquiabierto. Aquel público se sentía indignado. Engañado. Mierda de actuación.

Ya no hay máscaras, ¿qué no veis? Se acabó la función. Esta soy yo. No hay más actriz. Aquí estoy yo. ¿No queríais esto? Aplaudid.

Pero el público sintiéndose estafado fue marchándose. Primero los más reaccionarios. Tímidamente el resto. Sin despedidas. Sin ningún comentario. Únicamente el lacerante silencio que corta. Rasga en mil pedazos.

La actriz desnuda ante un  anfiteatro que se iba vaciando. Lo hacían también sus emociones en el escenario. Iban filtrándose en los tablones que le sujetaban, le ataban a la tierra. Raíces perennes. Pero la mente estaba más allá. En algún punto del cielo que de repente pesaba.

Cristalina losa.

Ella. 

El escenario.


El mundo. 

La interpretación.


Auténtico. 

Fingido.


Verdad.
Mentira.

Realidad.
Ficción.