Ella tenía la cabeza llena de pájaros pero, no os confundáis,
los suyos bien sabían a dónde se dirigían y de dónde partían. Eran conscientes
de dónde comenzaba su periplo y dónde acababa. Fueron bendecidos (y a la vez
malditos) con esa sabiduría. Lo que ignoraban y aún así valientes aceptaban
de antemano era el viaje. Ella y sus aves. Migraban como las estaciones pero
mantenían el ascenso firme. Sin duda. Sin miedo. Sin quejas. Sin tribulación. Sabían
cuál era su esencia y la asumían. No podían quedarse demasiado tiempo en un
lugar fijo porque las condiciones cambian. Las estaciones cambian. Los árboles
mudan. Las aguas escasean. El depredador acecha. El alimento falta. El nido daña. Y aunque el camino
nunca fue fácil, todas: aves y ella se enfrentaban a la adversidad del camino.
En calma. Y con la sabiduría que provee el planeo constante. Porque ver la vida
al sobrevolar nutre el alma. La embellece a la vez que duele. Duele mucho. Por
eso hay que ser valiente. Y sin quererlo, ser diferente. La soledad puede pesar
en las alas. También el dolor que proporciona el traqueteo del viento. Y aún
así, poseer el arrojo para desplegarlas y saltar es el valor más preciado que
he aprendido de ella. De ella y de sus aves migratorias. Nómadas. Los que
tenemos pájaros residentes miramos con recelo. Con tristeza agitamos nuestras
alas pero sólo para decirles adiós. A ella y a sus aves. Jamás alzamos el
vuelo. Sólo la mirada para, asombrados, observar su partida. Enfadados nos miramos unos a otros preguntándonos por
qué ella y sus aves tienen que volar tan lejos. Pero hay gente sabia. Y hay gente ciega. Y hay
gente que aprende. Por eso yo abrumada por la belleza de su vuelo hacia las
aguas y el sol del verano sólo me queda decir adiós, buen viaje y esperar que algo de
su colorido plumaje espolvoree luz en nuestro camino. Para que algún día, podamos planear como ella y como sus aves. Que inocentes de ellas, nunca sabrán el poso
de sublimidad que han dejado con su fugaz paso por el invierno de este instante...