Llegó el fatídico día.
Tras una larga representación llegó sin avisar. El momento en que cayó el
telón. Todas las logradas máscaras que durante milenios fue construyendo con esmero y luciendo perfectamente cayeron con él.
Permaneció
inmóvil. En estado de shock. Miedo escénico. No había apuntador que dirigiera su discurso. Ya
no había más. Ella y todas las miradas.
Desnuda ante un público
boquiabierto. Aquel público se sentía indignado. Engañado. Mierda de actuación.
Ya no hay máscaras, ¿qué
no veis? Se acabó la función. Esta soy yo. No hay más actriz. Aquí estoy yo.
¿No queríais esto? Aplaudid.
Pero el público
sintiéndose estafado fue marchándose. Primero los más reaccionarios.
Tímidamente el resto. Sin despedidas. Sin ningún comentario. Únicamente el
lacerante silencio que corta. Rasga en mil pedazos.
La actriz desnuda ante
un anfiteatro que se iba vaciando. Lo
hacían también sus emociones en el escenario. Iban filtrándose en los tablones
que le sujetaban, le ataban a la tierra. Raíces perennes. Pero la mente estaba
más allá. En algún punto del cielo que de repente pesaba.
Cristalina losa.
Ella.
El escenario.
El mundo.
La
interpretación.
Auténtico.
Fingido.
Verdad.
Mentira.
Realidad.
Ficción.
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