Ese día gris el camaleón
decidió encaminarse al bar más cercano. La cantina de toda la vida. Como las
que aparecen en las pelis de indios y vaqueros. Ni siquiera faltaba la puerta giratoria.
Tan poco fiable. Tan pronto te da la bienvenida como te pega un azote en el
culo si te quedas demasiado tiempo en su circunscripción. La que marca el eje
de sus bisagras que casualmente tienen forma de bragueta.
Allí entró cabizbajo
nuestro amigo, mustio dirían algunos, embajonao otros. Según pedía, más con
signos que de viva voz, una copa doble como requería más bien exigía la
ocasión, lanzó un suspiro cuyo objetivo no era si no la nada donde se perdió su
mirada. Algunos se atrevieron a intuir que eran lanzados (tanto el suspiro como la
mirada) hacia un ente que se escondía tras las vigas del techo. La famosa musa
del bar a la que todos dedicaban coplas etílicas. Otros juraban que lanzaba sus
juramentos a la gotera que furtivamente se hacía hueco entre las maderas. Qué
mal está el presupuesto de la cantina, conjeturaron que pensaría.
Pero nada más alejado de
las sospechas de los allí presentes. Su suspiro encerraba una reflexión más
trascendental. Demasiado alejada de lo baladí. Más profunda que el pozo de su
misterio.
Su pesimismo fue poco a
poco calando en los pobres que ese día habían elegido ese lugar y ese momento. Maldita
la hora, compadre. Los que habían apurado sus copas antes de su llegada
requerían la segunda (para algún osado ya era la quinta). Y en procesión
regresaban a sus localizaciones como comandados por un concienzudo director de
escena.
Una vez que todos se
abrazaron a su bebida espiritosa fueron girando lentamente sus cabezas hacia
nuestro protagonista. Como animándole tácitamente a compartir su pesar.
Infundiéndole el valor que aún no entraba por la puerta. Invitándole a entrar. Al
final entró y tomó vida en el gaznate del camaleón. Éste le dio la bienvenida
con un trago de ese whisky doble que había pedido.
Finalmente, tras una
pausa en la que la luz se atenuó, las respiraciones se cortaron y el grillo
calló, con la voz más honda que jamás le hubieran escuchado antes al camaleón,
éste confesó:
"Compadres, hoy he dejado de creer en la magia".
Doce había allí reunidos, trece si contamos al más desdichado de todos. Y doce voces se
unieron al unísono para dedicarle un sentido "Salud, compadre" al
treceavo. El más desgraciado de todos. Maldita la hora, compadre.
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