domingo, 3 de noviembre de 2013

De campos de batalla, de platos, juegos y sangre.


Como en todo juego siempre queda un rastro de pólvora, un reguero de sangre y un buen ramo de perdedores, mas sólo un vencedor. 
El que pecó de sobrado, de guardar ases en la manga se encaró con el más inteligente y vivo de todos. Aquel que aguardaba rezagado en las sombras para emerger en el punto álgido de la partida y arrancar a los participantes uno por uno y cuajo a cuajo cualquier atisbo de vida. De posibilidades de sobrevivir. Cual el más cruel psicópata, cual auténtico Jack el Destripador, o el mismísimo Hannibal Lecter, se relamía las fauces imaginando los desprevenidos y a la vez tan suculentos, por ingenuos y tiernos, platillos que ante su mesa desfilaban incautos. 
Entonces, un inofensivo pulso se convierte en el más devastador campo de batalla, donde cada combatiente va por libre. En lugar de armados, cargados con un enorme escudo, pesada losa, van uno a uno cayendo. Víctimas de un misterioso encanto, un oculto poder, un aniquilador hechizo. Al final sólo quedan dos. El adicto al cuerpo a cuerpo. El experimentado cazador. Dueño de las más avanzadas tácticas bélicas. Y aquel nigromante, coleccionista de almas que agazapado saborea su inminente victoria. El cazador ahora cazado y reconvertido en cordero decide inevitablemente atarse la cadena al cuello y auto-encaminarse a su guarida, a su refugio. Aquel remanso de tranquilidad, estabilidad y paz que le propicia el calor de una casa conocida. De unas manos amables, cariñosas. Dejarse de luchas. No hoy. Quizás mas adelante empezará una nueva partida...


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