Como en todo juego siempre queda un rastro de pólvora, un reguero
de sangre y un buen ramo de perdedores, mas sólo un vencedor.
El que
pecó de sobrado, de guardar ases en la manga se encaró con el más
inteligente y vivo de todos. Aquel que aguardaba rezagado en las
sombras para emerger en el punto álgido de la partida y arrancar a
los participantes uno por uno y cuajo a cuajo cualquier atisbo de
vida. De posibilidades de sobrevivir. Cual el más cruel psicópata,
cual auténtico Jack el Destripador, o el mismísimo Hannibal Lecter, se relamía
las fauces imaginando los desprevenidos y a la vez tan suculentos,
por ingenuos y tiernos, platillos que ante su mesa desfilaban
incautos.
Entonces, un inofensivo pulso se convierte en el más
devastador campo de batalla, donde cada combatiente va por libre. En
lugar de armados, cargados con un enorme escudo, pesada losa, van uno
a uno cayendo. Víctimas de un misterioso encanto, un oculto poder,
un aniquilador hechizo. Al final sólo quedan dos. El
adicto al cuerpo a cuerpo. El experimentado cazador. Dueño de las
más avanzadas tácticas bélicas. Y aquel nigromante, coleccionista
de almas que agazapado saborea su inminente victoria. El cazador
ahora cazado y reconvertido en cordero decide inevitablemente atarse
la cadena al cuello y auto-encaminarse a su guarida, a su refugio.
Aquel remanso de tranquilidad, estabilidad y paz que le propicia el
calor de una casa conocida. De unas manos amables, cariñosas. Dejarse de
luchas. No hoy. Quizás mas adelante empezará una nueva partida...
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