Los patios interiores guardan una suerte de embrujo. En ellos se detiene el tiempo. El correr de las agujas del reloj queda suspendido al igual que los calcetines y las sábanas en los tenderetes. Sujeto con cuerdas, no avanza. El tiempo para y en las paredes rebotan conversaciones eternas como pelotas. Promesas de pa’siempres de amantes veraniegos. Cantos de señoras que anhelan lo que nunca fueron ni serán. Olor a alpiste de pájaros enjaulados. Toses roncas de hombres que fuman tabaco negro. Acceder a esos esos extraños lugares con el simple gesto de abrir una ventana es darle pausa a un mundo frenético. Ahí no pasa nada, sin embargo está concentrada la esencia de la vida. Las campanadas de las horas en punto y los cuartos. Las palomas anidando. Los gatos en el balcón. Y miles de pensamientos extractos de vidas ordenadas en primeros, segundos, terceros, cuartos, as, bes y ces. Todo, en apariencia, ordenado; y el cielo, en apariencia, cercano.
Recuerdo la parte trasera de mi casa. Un patio estrecho con algunas bancas desvencijadas de arcilla y en el centro, majestuoso, un árbol de tomate de árbol. Mi infancia tiene el sabor a ese jugo y tiene el color de las fotografías que se tomaron en ese patio. Mi abuelo, quedó viviendo allí, por siempre. Las fotos que veo una y otra vez, son de allí. Debajo del Tomate de Árbol. Mi abuelo detenido en el tiempo y en el olor del verano
ResponderEliminarFelicidades por tu escrito. Logró con pocas palabras llevarme a mi infancia
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