Había erigido una fortaleza de fina
arena blanca alrededor de su castillo. Entonces era prisionera de sus
alucinaciones desaturadas. Dentro de su cabeza se condensaban las
sospechas de un ente avizor que perseguía sus miedos. Desde la torre
vigilaba que esos dardos no dañaran sus aposentos. Y un día
cualquiera, aburrida de que no pasara nada alrededor, de que ese ser
no se materializara, decidió declararle la guerra a sus sentidos.
Aniquilarlos. Machacarlos. Capturarlos en la celda de prisioneros.
Torturarlos. Desangrarlos. Al fin y al cabo siempre la habían
engañado vilmente. Así comenzó la más cruenta de las batallas. El silencio
antes del combate era más inquietante que el ruido de los
auto-bombardeos. Esos silencios, bañados de la poca cordura que
conservaba pasaron de ser una torrentosa cascada a un insufrible
goteo hasta que llegaron a la sequía.
Así, la inmolación más placentera
era a la vez, la más dolorosa. No había lo uno sin lo otro. Eran
las dos caras de una moneda que cada vez que tocaba el suelo lo hacía
suspendida verticalmente. Uno a uno fueron pereciendo los lazos que
la ataban a la Realidad. Ahora la veía en negativo. Los oscuros eran
ahora claros y los claros más oscuros que nunca. Por eso supo que
ambos bandos habían perdido la batalla en todos los sentidos.
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